ENCUENTRO EN LA PUERTA DEL
SUPERMERCADO
LA HIJA:
Sí, pero no debiste mandarme esta
mañana. No
debiste. Mis días, todos iguales,
no han debido, inesperadamente,
ser divididos, y para
siempre, por esa
herida. Aunque desde el lugar en
donde estás -la madurez-
se sepa que alguna vez, una
mañana, en el espejo
de todos los días ya no se es, oh
cambios, el mismo.
Ya no se es el que se era ni el
que se creía ser sino otro.
Los años han de parecer, desde
donde estás, cicatrices,
y el tiempo un cuchillo.
Pero si esta mañana, en el interior
del invierno, yo hubiese, por lo
menos,
entre los monoblocs, en el aire
gris, encontrado a alguien
que me hubiese llevado, como
otras veces, a tomar un café,
ahora que hemos terminado de
cenar,
que papá trabaja en su despacho
olvidado de nosotras,
yo iría tranquilamente a mirar la
televisión
sin la intuición de otro mundo o
de otros mundos.
LA MADRE
¿Qué mundos, si se puede saber,
se han de intuir de la simple
mirada
de un extranjero? ¿De un hombre
de treinta años
parado una mañana contra la
puerta transparente
del supermercado que, viéndote
llegar,
se fija, por un momento, en tus
ojos,
llevado, seguramente, por la
inercia de la mirada,
de los ojos acostumbrados a errar
y a rebotar
contra una muchedumbre de piedra?
Has de haber tenido,
anoche, un sueño rápido, sin
recuerdos, cuya memoria,
después, tembló un momento, sin
florecer, en la mirada
del extranjero, una de esas
asociaciones
en la que uno mismo, y no lo que
se mira
es, en realidad, lo familiar. Y
está también la turbación
que la mirada de un hombre de
treinta años, hermoso,
como una ráfaga oscura, siembra
en una criatura que pisa,
por primera vez, el país del
amor.
LA HIJA:
Sí, pero no era hermoso. Y no
debiste, esta mañana,
mandarme. No debiste.
LA MADRE:
Por otra parte, ¿de dónde puede
venir
un extranjero, como no sea del
desierto?
El otro o los otros mundos que se
vislumbran, a veces,
en las miradas ajenas son, para
el que las vive desde adentro,
desiertos. Una llanura blanca, o
gris, o amarilla, o negra,
idéntica a sí misma en cada
punto, y en la totalidad,
donde no crece, a partir de
cierta altura, ni siquiera
el horror. No, has tenido un
sueño,
ni malo ni bueno,
un sueño dentro de un sueño
del que no se despierta más que
para caer
en otro más grande, y en el
interior de todo eso
no hay ninguna
realidad.
Una mirada no puede
revelar nada, porque no hay nada,
pero nada, que revelar.
Y nuestras lágrimas
salen del ojo mismo, por
compulsión:
ninguna fuente las alimenta.
Ahora iremos juntas a mirar la
televisión
y en un momento dado nos
preguntaremos,
como todas las noches, en qué
somos nosotras
más reales que esas sombras
para las que ya todo, en un antes improbable,
pasó.
Y si nos asomáramos, por un
momento, al balcón,
¿diríamos acaso que esas hileras
de ventanas iluminadas,
todas iguales, y esas luces allá
abajo, en hermandad con
nuestros
recuerdos, son lo que creemos que
debe ser, y lo que llamamos,
un mundo? No, nadie puede
despertarse, porque no hay
ninguna mañana a cuyo sol
despertar.
LA HIJA:
Sí, pero no debiste mandarme. No
debiste. Lo otro, de
golpe,
se me reveló, como otro,
simplemente,
sin ningún paraíso, más adelante,
o, si se quiere, más atrás.
Lo otro, más hiriente
que un golpe en plena cara, que
una pared
destellando en la orfandad del
verano. No debiste,
no mandarme, mamá, porque se me
han cerrado,
desde esta mañana, las puertas,
endebles, de lo conocido,
que una vibración, fragilísima,
puede, inesperadamente,
abatir.
Ya nunca seré la que fui. Me
esperan
años de duda, de miedo, de
irrealidad,
la tentación, probablemente, de
la noche,
la muchedumbre del insomnio, el
vacío.
Y ustedes, mi padre como mi
madre, mis hermanos,
bocas que comen, a su manera, mi
vida,
se perderán, desde ahora, en una
suerte de niebla o de lluvia
muda, por los siglos de los
siglos. No
debiste mandarme, no, no debiste.
Porque
en la puerta del supermercado,
por encima del ruido de las
registradoras,
en el invierno liso y monótono,
en la selva del hambre, incurable
y ancestral,
esos ojos, aunque guardaran, en
el revés, el desierto,
me mostraron, enteramente, y por
un momento
la red de nuestra prisión.
Juan José Saer, El arte de narrar, Poemas, Editorial Planeta Argentina, Seix Barral, Buenos Aires, 2000.
Obra visual: Jackson Pollock